Filósofo y Antropólogo en constante autoexamen, abogo por la presencia y cuidado de la Diversidad. Divulgo y acerco el conocimiento a quiénes no tienen acceso a él.
Metáfora de responsabilidad global, el 1 de diciembre (Día Mundial del Sida) es una efemérides que reverbera con fuerza en la Comunidad LGTBIQ+. Como otra de tantas viles representaciones que se han volcado desde fuera sobre nosotros, nosotras y nosotres, la huella de la enfermedad, de la contaminación y de la suciedad nos ha marcado profundamente. Desde los albores de la Epidemia del Sida, diversos medios de comunicación se hicieron eco de su efecto sobre la Comunidad y no escatimaron a la hora de establecer durísimos juicios morales, asociándola con la vanidad, el vicio y el castigo: sobre el moribundo se pretendía leer la corrupción de unos valores que el que señalaba con el dedo solo enarbola a conveniencia. La enfermedad entonces (y aún hoy, sino con esta con otras muchas) sigue constituyendo un símbolo en el que se introducen viejas dialécticas, que operan según los eslabones de merecida o no merecida, donde resulta más fácil hacer cargar la responsabilidad de su causa en quien la padece, pues personalizar un culpable parece más satisfactorio que comprender lo que la provoca.
En nuestros días, hablar de superación con respecto a estos paradigmas pasa por tener que reconocer su impronta: el Sida y el VIH siguen cargados de significados contextuales que afloran en las interacciones sociales. Los debates al respecto se han visto actualizados ante el auge de una autoconciencia comunitaria que, desde la educación, pretende asentar en las mentes ajenas los avances acometidos desde el desarrollo de la medicina. No obstante, las viejas dicotomías adquieren nuevas formas en circunstancias donde la legitimidad de ciertos discursos se encuentra en constante cuestionamiento: ya no se carga directamente contra una persona VIH+ por su estatus, sino por comunicarlo o no; el riesgo 0 que suscribe la identidad Indetectable = Intransmisible (OMS) sigue poniéndose en duda por parte de ciertos facultativos. En la sociedad del desconocimiento, aquella donde el negacionismo y la teoría de la conspiración son lugares comunes, el juicio del experto es sometido a duda como consecuencia de la incertidumbre que asola a nuestra era. Ante la circulación constante de significados sociales, escoger una verdad es más un salto de fe que una opción a consumir, y desde el filtrado de estas dinámicas, actuamos a nivel cotidiano. Señalar a un responsable o sentir miedo cuando no hay riesgo pueden interpretarse como consecuencias prácticas que han producido ciertas metáforas, que han podido sobrevivir o se ven revitalizadas por determinadas circunstancias.
La existencia o no de un estigma, en nuestra actualidad, es un debate práctico que se aborda desde lo conceptual: considerar el VIH como una marca de descrédito para los demás tiene sentido en determinados contextos, en otros no: “Podemos amar igual que cualquier otra persona” aseveraba Conchita Wurst poco después de tener que hacer público su estatus a causa de un chantaje. Y es que bajo el arco del conocimiento y la divulgación, uno es consciente de que las palabras de Conchita son metáfora de algo más. No obstante, en otros contextos, la cosa es bien diferente. No hace mucho diversos diarios se hacían eco de la noticia de un joven que, tras revelar su estatus en un balneario, fue quemado vivo (fuente: La Vanguardia). Desde una conciencia antropológica que opta por prescindir de generalizaciones, la existencia o no de un estigma alrededor del VIH no hace sino reproducir un prejuicio binario que obvia los parámetros concretos en los que son abordados. El miedo y el riesgo, socio-culturalmente mediados, no existen ni se producen de igual manera en Alemania que en Cancún: las metáforas de la enfermedad no responden a las mismas dinámicas. Una conciencia y responsabilidad global sobre el Sida y el VIH no puede existir sin diversificarse, sin desentenderse de los contextos desde los que aflora.
Por ello, el 1 de diciembre es a su vez símbolo de memoria, que reincide en la actitud de perseverancia y lucha particular e identitaria, que desarrolla una polifonía comunitaria que busca trascender lo que interesa a la masa (quién lo tiene, hacerlo público o no, negacionismo científico). Estos debates, usuales en las tertulias (y que reaparecen cuando los medios de comunicación hacen público o difunden que cierta persona es seropositiva) son el ombligo occidental de preocupaciones que vienen desde personas ajenas a la Comunidad, que ponen el acento en sus inquietudes más generales, pero no en las personas.
En lugar de abrir debates que arrastran viejos prejuicios, observar cómo se supera el estigma desde la riqueza cultural. Por ejemplo, una nueva antropología del parentesco, como ya se practicase bajo el concepto “familias que elegimos”, donde se produce una reapropiación de la familia que, desde la discriminación, se negaba a las personas de la Comunidad. Un análisis de las nuevas formas de maternidad y paternidad en tiempos donde la indetectabilidad supone un paradigma novedoso y relevante, que permite enfrentar un pasado constituido como símbolo con un futuro construido en torno a los lazos humanos. O cómo las parejas vencen el estigma y lo resignifican como coyuntura vital a partir de nuevos referentes, donde el conocimiento experto puede fundar la certidumbre con la que se toman las decisiones.
Simón Cano Le Tiec
Filósofe y antropólogue.
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